El cielo es la tierra de las aves migratorias, cuya supervivencia depende de una alimentación itinerante.
Miramos al aire y no vemos nada sólido, mientras las aves aprecian el paisaje aéreo, las montañas de agua o de hielo que son las nubes, las lagunas de insectos en los claros de las tormentas, los caminos hacia su destino como el de una cañada para las ovejas buscando los pastos.
Los movimientos migratorios en la Naturaleza son casi todos tróficos. Motivados por la necesidad de alimentarse. Hasta los movimientos migratorios que podríamos considerar reproductores, no tienen otra finalidad que la de situar la prole donde hay más oportunidad de alimento.
Alentadas por esta necesidad vital de alimentación, las aves, al migrar, sobrevuelan. No ya sólo todas las barreras geográficas, sino que sortean incluso las estaciones que ordena el Sol desde ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia. Porque hay aves de las que se podría decir que viajan con la luz. Y cuando los días se acortan, emprenden un camino que va hasta el otro lado del mundo. Van hacia donde vuelve a ser verano, mientras cae el otoño sobre el nido donde nacieron.
El caso más asombroso de todas las rutas migratorias del reino animal es el de un ave cuyas alas se transparentan con la luz y que vuela dos veces al año del Ártico a la Ántartida, y de la Antártida al Ártico: el charrán ártico (Sterna paradisaea).
¿La razón de tanto esfuerzo? Los pececillos inmaduros que están a poca profundidad sobre la superficie. Incubados por la creciente luz de los días, que esa es la fórmula sobre la que se sustenta casi toda la vida: agua + luz.
Hay incluso quien ha calculado el recorrido de un charrán ártico a lo largo de su vida y lo compara con la distancia, ida y vuelta, a la Luna. Y esto no es poesía: si al llegar se encontrara con la luz del Sol alumbrando la Luna llena y peces en el mar de la Tranquilidad, el charrán volaría, si pudiera, a la Luna a pescar.
Como hacen las grullas que atraviesan los sistemas montañosos cuando empiezan a caer las bellotas de las encinas. Como si hubieran escuchado, a cientos de kilómetros de distancia, que ha empezado la montanera. O como los aviones comunes, parientes de las golondrinas, que se diría que se enteran ellos antes que nosotros de la presencia de insectos en el aire y recorren medio mundo para alimentar con ellos a unos pollos que nacen en nidos hechos con el barro de las lluvias de primavera.
Claro que, siempre que se puede, se minimiza el esfuerzo. Las aves migratorias llegan a cambiar sus costumbres cuando no ven la necesidad de arriesgar tanto. Como sucede con las cigüeñas. Si tienen disponibilidad de alimento y no se marchan. O las golondrinas cuando se posan en los barcos para navegar en lugar de atravesar el mar volando.
Escribo, y por encima de mi cabeza, vuelan también, recién llegados de África, los vencejos. los pájaros que duermen en el aire.
Me recuerda un poco la voz de los vencejos. A la de los charranes en verano cuando los veo pescar en la ría, y se lanzan en picado al agua. Para luego salir y, a veces, soltar el pececillo, para repescarlo en el aire.
Los observo desde la playa y pienso que quizás volarán a lugares que yo no veré siquiera una vez en la vida, cuando caiga el otoño sobre la luz del verano.
Aves migratorias en los microespacios de la Fundación AQUAE:
- Cigüeñas: Lo lejos que se puede llegar despacio.
- Abejarucos: Con todos los colores del África tropical han llegado los abejarucos.
- Grullas: Al llegar, estas aves migratorias basan su alimentación en las semillas caídas.
- Aviones Comunes: Acuden a los charcos a por barro para sus nidos.