Nacida en Ucrania, Clarice Lispector (Chechelnik, 1920 — Río de Janeiro, 1977) supuso una auténtica revolución para la literatura brasileña desde su primer libro, Cerca del corazón salvaje, publicado en 1944. Luego vendrían títulos que pasarían a la historia de la literatura americana del siglo XX, como La pasión según G. H. (1964) y La hora de la estrella (1977), editado poco antes de su muerte. Pero es en Agua viva (1973) donde vemos su intensa conexión con la naturaleza de los elementos, en una prosa que es obstinación y tentativa, electricidad y flujo de conciencia.
Lispector indaga sobre los límites del lenguaje, siempre desbordando el tema y el argumento de la novela, y dotando a la palabra de un cuerpo adámico, que huye de un significado único y clausurado. La narradora de Agua viva salta de la pintura a la escritura, precisamente, para vivir en el instante, para habitar su incógnita, para no depender de la figura ni de lo connotado. Y para ir más allá de los mapas conceptuales y de los esquemas narrativos.
Escribe al amante, del que solo vemos su ausencia, “como agua del arroyo que tiembla siempre por sí misma”. ¿Cómo urdir un amor que no sea colonizador? Ésa es una pregunta que parece recorrer todos los libros de Clarice Lispector. Por eso la escritura es ritual, no instrumento. Deviene encarnación de una forma de estar en el mundo. “Estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviarte una flecha que se hinque en el punto tierno y neurálgico de la palabra”.
El estilo de Clarice Lispector nos invita a ver y tocar las percepciones
Hija de judíos rusos que huyen de Europa en los años 20, Clarice Lispector llega cuando aún es una niña a Brasil. Pero siempre existirá una distancia entre el país americano y la escritora. Casada con un diplomático, vive, durante dos décadas, en Nápoles, Berna, o Washington. Hasta que se divorcia y regresa a una cultura que, a través de sus libros, ha transformado para siempre.
La pregunta abierta por la identidad permanece, sin embargo. Ha perdido a su madre cuando apenas tiene 10 años. ¿Cuál es el cordón umbilical que nos une al mundo? En este libro explica cómo ha ayudado, en más de una ocasión, a parir a una gata. Otra vez el agua funciona como bautismo y señal de vida. “Sale el gato envuelto en una bolsa de agua… La madre lame tantas veces las bolsas de agua que ésta al final se rompe y el gato queda casi libre… Cuando nazco quedo en libertad. Esta es la base de mi tragedia”.
A veces parece que estemos ante un dietario, ante un libro de anotaciones personales e intransferibles. Pero Lispector sabe avisarnos, sin hacerlo evidente, de que aquí hay una narradora y un destinatario. Aunque el hilo narrativo es precario, casi invisible, la escritora conoce bien el funcionamiento interno del artefacto literario. Va a las profundidades de la palabra, pero siempre con una voluntad de compartirla. “Como si arrancase de las profundidades de la tierra las nudosas raíces de un árbol descomunal, así es como te escribo”, le dice al amante al que ya no ama.
“La palabra pesca lo que no es palabra”
Entrelíneas hallamos lo que Clarice Lispector nos está intentando decir. También en la música que compone, en su fraseo, en el estado de disponibilidad de su mirada. Ese movimiento de su prosa, ese balanceo, se desplaza como un rizoma indomesticable. El conocimiento de las cosas, así, es directo, único e irrepetible. Está intentando devastar el mediador, el intérprete, el que hace de muro entre el signo y su significado.
La instintiva voluptuosidad desde la que escribe la autora brasileña conduce a una literatura que es linfa y jugo, líquido de una naturaleza escondida tras los diccionarios. Su texto está tejido para ser mirado desde lo alto, como en un avión, nos dice. Así identificamos un juego de islas, los canales y los mares. “Estoy cerca de las fuentes, lagunas y cascadas, todas de aguas abundantes”, subrayará.
La sed de Lispector
El diálogo constante con el agua viva nos lleva a comprender que es alimento de su sed y, al mismo tiempo, espejo de su cuerpo. “Antes de la aparición del espejo las personas no conocían su propio rostro más que reflejado en las aguas de un lago”, nos recuerda. Al sumergir la mano, y retirarla chorreando, vemos los reflejos de ese espejo que se derrama entre los dedos.
La sed de Lispector es, siempre, anhelo de deseo. El erotismo propio de lo que está disperso en el mar. La narradora observa la espesa espuma blanca de la playa, y cómo, durante la noche, las aguas han avanzado inquietas. Le confiesa al amante, presente en su ausencia, que aún le oye en las “remotas campanas sordamente sumergidas en el agua”. Unas campanas que doblan, como un latido que susurra, para cada uno de sus lectores.