“Creo que una ciudad bañada por dos ríos es habitada por una población honesta. El agua es un elemento sagrado”, escribe el autor, mientras anda por Lyon, en un suerte de crónica de viaje que ha recogido con tanto acierto la editorial Minúscula en su colección Paisajes Narrados.
Nosotros viajamos a Lyon con las misma idea. Sentarnos frente a una orilla como hacen sus vecinos, y ver cómo cae la tarde en las aguas que transmiten una cadencia obstinada y ancestral. Algo tan simple y tan misterioso como eso.
Sabemos, como Roth, que “ninguna guía turística ofrece una respuesta”. “Estamos aquí para preguntar. Estamos aquí para creer”, apunta el escritor. Y vemos a sus hombres y mujeres que, de igual forma que las lavanderas de antaño, se reúnen frente al río. Ahora para conversar o escuchar música. Observan desde un lateral el Ródano o el Saona, las dos largas piernas de agua Lyon, como si estuvieran mirando el enigma del mundo.
Nadie verbaliza la pregunta de ese misterio, porque la pregunta pasa en cada rizo de agua turbia y aceitunada, con sus recovecos de verdes y ocres. Los puentes Wilson, Lafayette, o de la Guillotina, que cruzan el Ródano, o los puentes Bonaparte o Mal Juin, que hacen lo mismo con el Saona, son los anillos de un compromiso inefable. Mirar, tal vez, hacia el otro lado de la orilla como si estuviéramos ante un espejo, poniéndonos, por fin, en el lugar del otro. Y el otro no es más que el revés de uno mismo. Un río es el mejor sitio para comprobarlo.
Foto: El río Ródano baña Lyon / Autor: Meritxell Gutiérrez
Hemos llegado a la plaza Jacobinos después de cruzarnos con dos manifestaciones. Es sábado, hace calor, y la ciudad tranquila es, también, alegremente indomesticable.
Ribera a ribera, zonas con nombre de pintor, los habitantes de Lyon van escuchando los rugidos sordos de dos ríos que llevan siglos pasando de largo, aunque, paradójicamente, vinieron para quedarse. Es ese tránsito, hijo de Heráclito, una forma de estabilidad vital. Tan vulnerable como definitiva.
En la colina principal, donde mantiene erguida su cabeza la basílica de Fourvière, las viejas calles adoquinadas mantienen todos los secretos y resistencias. Allí, en la rue Saint-Jean, el que quiera podrá adentrarse en uno de los más viejos traboules, esos pasadizos interiores que recorren manzanas enteras de edificios. Uno entra por una puerta, escondiéndose o huyendo, y aparece en un mundo nuevo. O en el teatro romano, que corona el balcón de la ciudad, desde donde se aprecian mejor esas corrientes. Con su misión bien aprendida, van dibujando el paso de los días.
También allí el caminante encontrará las centenarias tiendas de seda, y el Museo de la Marioneta, en el que comprobamos que, de alguna manera y otra, todos pendemos de un hilo. A veces, sin saber quién lo sostiene, si un destino ingobernable o una autovigilancia ya demasiado asimilada.
“En dulce armonía fluyen el Ródano y el Saona, uno con prisa, el otro con parsimonia, ambos rumbo a la misma meta, la unión tanto tiempo deseada, y abrazan la ciudad blanca como si fuese un tesoro, para nunca más soltarla”, anota Joseph Roth en su cuaderno.
Foto: Vista de Fourvière desde el río Saona / Autor: Meritxell Gutiérrez
A la noche, en las cuatro orillas, las parejas despiden el día. Los patos y los cisnes, más valientes de lo que deberían, se acercan a los transeúntes para pedirles un trozo de pan. Cuando no lo consiguen, se alejan con la dignidad del que no confunde solidaridad con clemencia.
Al final de su crónica, Joseph Roth anota: “Aquí encuentra uno la infancia, la propia y la europea”. Cómo iba a saber el autor que solo una década después, hacia 1943, un joven nacido en Lyon, el aviador Antoine de Saint-Exupéry, escribiría Le Petit Prince.
Roth y Saint-Exupéry no ofrecen, es cierto, respuestas cerradas con la escritura que nace de sus viajes. Ambos, sin embargo, nos invitan a mirar lo que hay justo debajo del sombrero.
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