En el Tanaj, en el Génesis, se nos recuerda que en el segundo día Dios separó las aguas abajo de las aguas arriba y llamó cielo a la bóveda. Es el único de los seis días que Dios no afirmó «y que era bueno», porque las aguas no podían dejar de llorar a causa de su separación y, al ver sus lágrimas, Él también se entristeció.
Pensar en la fuente nos remite inevitablemente a pensar en el destino, o terminus. ¿Agua, adónde vas? El agua coreografía el comportamiento de la miríada de moléculas biológicas en nuestras células, «es un sueño que no se consuma, que sin cesar transforma la sustancia del ser», escribe Bachelard en El agua y los sueños. Orgánicamente la lengua tiene su caudal, su agua en las consonantes. Esta liquidez ofrece un estímulo psíquico singular, una excitación que atrae las imágenes del agua.
Hegel sabía que «cada viaje es un regreso a casa» escribe Steiner en Gramáticas de la creación. Odiseo lo supo también. Y el Ismael de Melville y el viejo marino de Coleridge. Los seres humanos han dado forma a la sintaxis hipotética del «si» como una forma de llevar a la ficción la posibilidad o la esperanza ante el hecho escandaloso e inexorable de nuestro destino individual. De nuestra desecación. La sintaxis crea estructuras que nos permitan serpentear y sobrevivir mientras circundamos en espiral hacia el abismo insondable. De las palabras a las oraciones, a la historia, como una red nerviosa, como el diseño de un copo de nieve.
Los mitos
Un cristal de agua, como la imaginación, forma imágenes de lo invisible, es una facultad que entona la realidad, la geometría natural, ofrece un atisbo al diseño primordial de nuestra conciencia, la pauta que está en nuestro cerebro, agua en un setenta y cinco por ciento. Son los mitos, la poesía que surca la ola de la vida de una generación a otra, que siguen su curso como un río, como la sangre, cincuenta y cinco por ciento plasma, que es noventa y cinco por ciento agua, tallan el paisaje primordial, la fuente invisible de nuestros sueños. Como el agua que anega los espacios interiores y exteriores de la imaginación. Como transmisor de metáforas el agua es un espejo mudable, escribió Ivan Illich.
La niebla, como el aliento, descubre una huella digital oculta en la ventana, la forma de un copo de nieve da cuenta del espacio, el tiempo y los elementos de su despertar. Otro Wallace, el poeta Stevens, en su «El hombre de nieve» escribe: «Hay que tener un ánimo de invierno / para considerar la escharcha y las ramas…. Y, en sí mismo nada, contempla / la nada que no está allí y la nada que está». El agua es una sustancia extraña que desafía las leyes habituales de la química. Es como un caos hasta que una historia creativa viene a ordenarla e interpretarla en la trémula ambigüedad de la vida: se congela, se derrama, refleja, corre estruendosa, canta, mata. En 2004 finalmente expresó la tensión de la corteza terrestre latentemente acumulada durante cientos de años y desató un tsunami en el océano Índico que mató a cientos de miles de personas en Indonesia.
Y de nuevo, en Japón, en 2011.
Fragmento de la introducción del número 4 (segunda época) de Granta en Español: AGUA.