En un post anterior, analizábamos cuáles eran los principales desafíos a los que se enfrentan nuestras ciudades. Problemas que pueden agruparse en cinco grandes ámbitos estrechamente relacionados entre sí, como son el energético, la movilidad, el medioambiente, el gobierno y la economía y la innovación social.
Parece indiscutible, como ya venimos experimentando en las últimas décadas, que tanto el uso de la tecnología como las múltiples posibilidades que nos ofrece la innovación, son dos factores claves para la sostenibilidad de nuestra existencia.
Estos dos factores, como bien explica Boyd Cohen, han ido dando lugar a las 3 generaciones de las Smart Cities.
“Technology is the answer, but what was the question?”
La primera edad, estuvo caracterizada precisamente por la adopción y disposición masiva de tecnología por parte de grandes empresas privadas. A este respecto, no hay más que hacer referencia a una lapidaria cita del visionario arquitecto urbanista inglés Cedric Price, que desde su primera lectura nos hace reflexionar profundamente: “Technology is the answer, but what was the question?”
Top-down o bottom-up?
En una segunda fase, fueron las administraciones locales quienes asumieron el liderazgo de determinar cuál debería ser el futuro de su ciudad y cuál es el rol para la disposición de las denominadas tecnologías smart.
Ello originó el que probablemente fue el primer gran debate en torno a la concepción de la Smart City, ¿debe basarse la estrategia de construcción de la ciudad del futuro en dinámicas top-down o bottom-up?
Mediante dinámicas top-down, con la intervención fundamentalmente de los gobiernos locales, pero también nacionales o incluso supranacionales y a través de sus respectivos marcos regulatorios podría pretenderse moldear los hábitos de vida de los ciudadanos, de forma que sus conductas sean mucho más sostenibles.
Sin embargo, las dinámicas bottom-up, aquellas que parten de la implicación de la ciudadanía en la resolución de los problemas y la mejora de su entorno ha llegado hasta el punto de que las Smart Cities líderes están empezando a adoptar y procedimentar modelos de co-creación ciudadana para impulsar la próxima generación de ciudades más inteligentes.
De esta confluencia entre capacidad tecnológica, participación ciudadana e innovación social, han surgido multitud de modelos basados en la conocida como economía colaborativa.
Pero, ¿es realmente la economía colaborativa, por sí misma, el remedio a los males de nuestras ciudades?
Antes de comenzar a analizar esta compleja disyuntiva, tratemos de definir el amplio concepto de economía colaborativa o consumo colaborativo. Una descripción sintética lo describiría como “aquel sistema económico en el que se comparten e intercambian bienes y servicios a través de plataformas digitales”. En definitiva, por un mejor aprovechamiento de los activos, a los que también podemos referirnos con el término “recursos”. Pongamos como ejemplo, la infrautilización de uno de los principales activos de las familias, los vehículos privados, cuyo uso se limita por regla general a un 5% del tiempo total.
Aunque son miles las plataformas basadas en economía colaborativa que han surgido en los últimos tiempos en torno a las ciudades, lo más probable es que todos tengamos en nuestra short-list a los dos grandes unicornios (start-ups cuya valoración ha sobre pasado los 1.000 millones de dólares) del momento, cuyas propuestas de valor abarcan prácticamente todos los ámbitos de los desafíos nombrados al inicio de este post (energéticos, movilidad, medio ambiente, economía e innovación social).
Uber, que ha dado un vuelco a la idea tradicional de movilidad y que amenaza asaltar en breve espacio de tiempo a las empresas de logística, vale ya más de 45.000 millones de dólares según la última ronda de financiación. Mientras que AirBnB, descrita a sí misma como una plataforma de alojamiento para particulares, está en torno a los 25.000 millones.
Dicho todo lo anterior, ¿por qué iban estas empresas “de éxito” a tener detractores? Recientemente, y coincidiendo con su visita a España, Neal Gorenflo, co-founder de Shareable y a quien puede considerarse uno de los padres de la sharing economy, advertía de los peligros de los excesivos intereses económicos surgidos alrededor del movimiento, que están influyendo negativamente en el desarrollo de las medidas y mecanismos necesarias para un ordenado y apropiado crecimiento de estas dinámicas.
En primer lugar, es necesaria una regulación que garantice el derecho de los usuarios y les proteja tanto a ellos como al resto de la población de posibles abusos. Y además, resulta imprescindible asegurar que partiendo en su gran mayoría de premisas loables, no acaben constituyendo un catalizador para la economía sumergida.
Estamos en definitiva, ante un cambio de paradigma llamado a influir en el futuro de las ciudades, que aunque ampliamente positivo en términos globales, requiere de la voluntad, la determinación y el tiempo necesario por parte de los diferentes actores implicados para su adaptación y adopción generalizada.