El archifamoso chiste de Peter Steiner en el New Yorker resumía cómo se recibió en su día una tecnología, Internet, que permitía jugar con la propia identidad. En internet nadie sabía qué éramos. Podíamos ser un perro o cualquier otra cosa. Desde el simple “chat” hasta las comunidades virtuales como, en su día, Second Life, permitían convertirse en otro. Nos liberábamos de patrones. La identidad como juego.
La nueva tecnoidentidad
Fáciles tiempos aquellos en que en la red podíamos jugar a que éramos punks, mods, rockers o ‘integrados’. ¿Qué somos ahora?, ¿cyborgs, posthumanos, transhumanos, techno-humanos, tecnosapiens, avatars, o “Homo Technicus”? Todo este abanico de nuevas identidades está en ebullición y hay quién se dedica a estudiarlos con precisión de entomólogo. Estas nuevas identidades, frágiles o líquidas, fuertes o desafiantes, no podrían surgir sin el caldo de cultivo, invasivo y ubicuo, de lo digital en nuestra cultura.
De las tecnoidentidades, se estudia, por ejemplo, cómo surgen en comunidades virtuales. Hay espacios virtuales donde las identidades adoptan un fuerte sentimiento de comunidad e identificación con el grupo. Ver ante el ordenador a un albañil discutiendo con un docto abogado en la otra punta del país y recriminándole cómo ha podido abandonar a sus compañeros y traicionar a la banda en un asalto contra “los otros”, en un juego masivo online, da que pensar. Y más, cuando el docto abogado responde a grito pelado que “él no es un traidor pero que igual se pasa a la otra tribu”. ¿Tribus? Pues sí, tribus que emergen en nuevos ambientes altamente tecnologizados y, al mismo tiempo, cotidianos
Pero nuestro desempeño en los ámbitos virtuales es sólo una de las facetas de nuestra tecnoidentidad. Las relaciones que creamos y mantenemos en las más cotidianas redes sociales, también afectan al núcleo de la identidad. Cambiamos nuestra forma de relacionarnos fuera de la red por la manera en que nos relacionamos dentro de las redes sociales.
Una nueva identidad basada en datos
La tecnoidentidad queda afectada también por esa continua redefinición a la que nos someten los algoritmos. Múltiples algoritmos semi-inteligentes conectados a servicios que se nos ofrecen en la web, exploran de continuo nuestros datos personales. Por ejemplo, toda nuestra historia de consultas y búsquedas. Son ellos quienes nos clasifican como “comprador compulsivo” o “inversor averso al riesgo”.
Hay otro mundo algorítmico y automática que también nos clasifica ¿Nuestro patrón de llamadas telefónicas indica que somos unos terroristas? ¿Nosotros? La conciencia de la posibilidad de un error, pone un temblor en nuestro vivir. ¿Eso nos ahonda los rasgos más pusilánimes de nuestra identidad? ¿Nos convierte en críticos y resistentes? En todo caso, nos afecta.
Por otra parte, determinadas acciones de terceros sobre los datos personales, también tienen efecto sobre otra componente importante de nuestra identidad, la relacional. Para explicarnos a nosotros mismos, hemos de recordar que también cuenta la opinión que de nosotros tienen los demás.
Una camisa de fuerza
El hackeo de identidades en la famosa web de “citas infieles” ha ilustrado de manera muy práctica una discusión que, de otra forma, podría parecer reservada a especialistas. Hemos podido ver cómo los afectados por esta filtración han experimentado de primera mano cómo se altera su propia identidad, en las comunidades virtuales, a ojos de los otros. Por reflejo, ellos mismos han cambiado el relato con que se explican a sí mismos. La percepción de su propia identidad ha quedado afectada por el impacto de la opinión de los otros.
Las investigaciones antropológicas sobre identidad de los años 80 y 90 revelaron mecanismos de liberación de mecanismos culturales a través de la tecnología. Era la época del “perro en internet”. La identidad, en aquella parte que nos viene dada por vivir en una sociedad concreta, puede ser una camisa de fuerza, un auténtico mecanismo de opresión. Pensemos por ejemplo el papel y la identidad reservada a la mujer en nuestras sociedades occidentales. No es extraño que se recibiera el juego de simulacros identitarios que ofrecía internet como una oportunidad liberadora
¿Es la tecnoidentidad una mercancía?
Ahora bien, tras unos cuantos años de juego en internet, han aparecido mecanismos que pueden alejarnos de esa posible y discutible libertad. Cuando nos piden que nos registremos con nuestros datos personales para acceder a un servicio online, ¿Qué identidad no están proponiendo adoptar?. Ya lo dicen: “si el servicio online es gratis tú eres el producto”. Las más de las veces, estas comunidades virtuales nos invitan a ser un vendedor de nosotros mismos… que sólo cobra en especies.
Esta identidad mercantil, auto-mercantilizada diríamos, es quizá parte de un fenómeno más general. Flamantes creadores de start-ups que esperan capital como agua de Mayo, hipsters que malviven y otros muchos que entran en esta feria de las identidades autoventa. También es cierto que otros triunfan, sin renunciar a esta identidad de automercancía. ¿Se consideran ellos así? ¿Cómo lo viven, si es que se conceptúan como autovendidos?. La identidad “automercancía” sólo es una de las múltiples posibilidades que se nos abren.
En esto de las tecnoidentidades apenas estamos dando los primeros pasos en un nuevo jardín de espejos. Pero ya no es un juego.