Sí, los que estamos en primera línea de combate lo estamos, no entendemos por qué no se entiende…o mejor dicho, sí lo entendemos, pero nos negamos a creer que la humanidad, en su conjunto, y especialmente los que tienen el poder real de reaccionar, no lo haga. Muchos estamos entrando en una especie de depresión real, pensando en lo que ya tenemos delante y la gente no ve, no quiere ver y sufrirá en sus carnes…pero claro, somos unos alarmistas.
Los especialistas estamos tan convencidos del cambio, de que los signos de transformación son tan inequívocos, que hemos pasado de murmurar por lo bajo a cruzar la peligrosa línea de la implicación. En una de las listas de especialistas que sigo, me pilla a traspiés la apertura de un curso especializado sobre cómo rebatir punto por punto a los que no creen que haya cambio climático o lo minusvaloran. ¿Es una broma verdad? No. No lo es. Para entender qué está pasando hemos de comprender varias cosas. La primera, hay mucha gente allí arriba (conservative think tanks) que hace casi cuatro décadas que trabaja para desprestigiar todo lo que tenga que ver con el medio ambiente y su defensa, y ahora están muy empeñados en que parezca que no pasa nada, y que, por supuesto, la tecnología acabará salvándonos. Lo segundo es una sociedad muy desapegada, muy inerte porque vive muy bien y, en realidad, sigue un rumbo diario sin grandes problemas reales, sin faltarle de nada, pudiendo encender la luz, encontrar pollo en el súper y sin percibir cambios en el aumento en el nivel del mar “¿De veras ha subido?”. Además, hay tanta información, tantas opiniones… ¿Cuál es la real? Pero la tercera es la más preocupante: nos hemos alejado tanto de la fuente (la naturaleza) que nos permite vivir, que cualquier grito por su parte es fútil…o es lo que a mí me parece. Tenemos una especie de “espacio” entre la producción de bienes y nuestra propia vida que es ahora tan amplio que no sabemos de dónde viene nada, ni nos interesa. Sí, sí, NO nos interesa. Podemos clicar en una causa justa, podemos ver un buen reportaje y asentir en nuestro sofá, podemos aparentar que nos preocupa. Pero la realidad choca con estas débiles buenas intenciones, y las aplasta.
Por supuesto, si el problema se da a 12.500 kilómetros, pues creo que todavía nos va a importar menos. Que se pierdan unos 60 kilómetros cúbicos de hielo en los glaciares al año en la Antártida (ese hielo que sí influye en el aumento del nivel del mar y en la capacidad de transportar calor por parte de las corrientes marinas) se ve muy lejano. Esas estimaciones (a la baja, porque los científicos trabajamos siempre con modelos conservadores) de aumentos de temperatura en el aire y en el mar, cambios en las corrientes marinas (cintas transportadoras de calor), intensidad de huracanes o la acidificación ya comprobada de nuestros océanos están atropellándose en nuestra puerta, pidiendo tanda para abofetearnos uno tras otro, o, mejor, todos a la vez. Pero no pasa nada.
El sábado fui a ver con Sandro (9 años), mi hijo, Tomorrowland. Al salir del cine le pregunté “¿Te ha gustado?”. La respuesta fue lacónica “No sé papá…es muy triste”. Lo es. Porque, a pesar del mensaje final, toda la película viene a decir lo mismo: hemos entrado en una era de pesimismo y resignación tal que nos ha convertido en auténticos seres inerciáticos que sólo parecen esperar que pase lo inevitable (que ya está pasando) para autocomplacerse diciendo “si ya lo decía yo…”.
Lo que más rabia y estupor me produce es que tenemos TODAS las herramientas para hacerlo mucho mejor. Pero algún miedo primigenio inculcado por una sociedad que no sabe pensar en el colectivo sino en el individuo nos impide reaccionar.