La autora ha ido ganando confianza como narradora y este título, en realidad, forma parte de una tetralogía, que arranca con Reír al viento, y que está unida por los cuatro elementos de la naturaleza; aire, tierra, agua y fuego. La publicación de La tierra de las mujeres supuso la segunda parte del proyecto.
Lo interesante de esta novela es cómo Sandra Barneda ha sabido conjugar a personajes imaginarios (la gran maestre Arabella o la que está destinada a mantener su legado, la joven Lucrezia) con personajes históricos, como la duquesa de Benavente (María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, el acento español del libro) o Mary Wollstonecraft.
La incorporación de Mary Wollstonecraft no es gratuita. La madre de Mary Shelley (precisamente murió a los 38 años tras complicaciones en el parto) es la autora de Vindicación de los derechos de la mujer, un texto fundacional, publicado en 1792, un año antes de que comience la trama de la novela de Barneda.
Lo de Wollstonecraft no es un panfleto superficial. Se trata de una especie de ensayo, en el que mezcla diversos géneros, y en el que combate toda tentación de condescendencia. Llega a decir que si las mujeres se comportan como estúpidos “juguetes” es porque los hombres les han negado el acceso a la educación.
“Errante en su dorada jaula, solo busca adornar su prisión”, escribe Wollstonecraft. Y es esta cita, tal vez, la que le sirve a Barneda para construir el personaje de ficción (“las mujeres vivían en jaulas de oro y apenas se les permitía salir de ellas”, nos dice la narradora).
Las hijas del agua han leído a la pensadora inglesa, pero ella misma aparece en una de las reuniones cruciales, al final del libro. “La ignorancia persiste. Debemos seguir luchando para que las mujeres dejen de malgastar el tiempo motivadas por la vanidad y cultiven la mente y la libertad de pensamiento”, dice, literalmente. Todas saben que es un combate lento y difícil. Por eso la persistencia es tan importante. “El camino existe, pero quizá debamos desviarnos en ocasiones de él para resistir”, añade el personaje.
“No hay milagros sin esperanza”, leemos al comienzo de la novela. Y, sin embargo, las protagonistas de Las hijas del agua comprenden, poco a poco, que es necesario pensar lo imposible para abrir, precisamente, las condiciones de posibilidad. Es, ahora son totalmente conscientes, un camino sin retorno.
Durante los encuentros de la sociedad secreta, las mujeres lucen una moretta, la máscara típica de Venecia, ciudad llena de misterios y falsas identidades.
El agua, aquí, juega un papel fundamental. Es el lugar por el que se pueden desplazar con cierto sigilo, pero también el escenario de juegos macabros, como el Morte o fortuna, en el que los más poderosos, para divertirse, lanzan una moneda al aire y, dependiendo del resultado, arrojan o no al canal al lisiado que se han encontrado vagando.
Retrato de Mary Wollstonecraft / Kohn Opie, 1797
Esa Hermandad del Agua tiene que luchar contra todo tipo de violencias. Las calles amanecen llenas de pasquines en los que se humilla a la mujer, sobre todo cuando se llega a una edad en la que la belleza ya no entra en los cánones de la época. Muchas de ellas aparecerán decapitadas. Aún con la máscara puesta.
Otro de los subrayados en los que acierta Barneda es cuando muestra cómo algunos hombres, supuestamente avanzados ideológicamente a su tiempo, se comportan como el peor de los reaccionarios cuando se trata de los derechos de las mujeres (aquí lo sabemos bien, sólo hay que recordar el papel de cierta izquierda durante la reivindicación del sufragio universal por parte de Clara Campoamor). “Ningún hombre se había atrevido en público a proclamar la ampliación de los derechos de las mujeres. Ni siquiera Rousseau y otros padres de la Revolución francesa”, nos dice la narradora.
El agua de Venecia, tantas veces teñida de sangre, también contiene todos los mensajes que, una vez interpretados, inspiran a las protagonistas. “Cuando te sientas desfallecer o la soledad te invada, busca el mar… Encontrarás la respuesta en su murmullo”. Un susurro, tan vulnerable como audaz, que, tarde o temprano, derriba los silencios más graníticos.
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