Annette Kellerman, la nadadora

Annette Kellerman protagonizó en 1916 la película que, según los historiadores, contiene el primer desnudo de una estrella de Hollywood. De La hija de los dioses, solo nos  han llegado algunas fotos; en la más célebre de todas, la actriz aparece de perfil posando con un artificioso gesto muy de la época, rodeada de aguas salvajes y cubierta apenas por su cabellera.

Antes de aterrizar en Hollywood, Annette Kellerman fue también campeona de natación en su país de origen, Australia.  Imaginemos ahora que esos fotogramas perdidos cobran vida. La ninfa, la nadadora, yergue su cuerpo sobre las rocas, toma impulso, salta, bucea. Casi una década más tarde la reencontramos, aún sumergida, en otra película, la última cinta de ficción en la que intervino. Gira sobre sí misma, rodeada de peces y algas, vestida con un raro atuendo entre flapper y zíngaro. Con largos collares de perlas flotando alrededor de su cuello de estrella venida a menos. Dpionera acaso involuntaria, de triste venus de los mares de la luz.

Un fundido encadenado yuxtapone ahora la imagen espectral de la Annette Kellerman con la más carnal de Clara Bow bañándose en un entorno paradisíaco. Clara coge con los dedos del pie una flor que cuelga de una rama, ríe, pierde el equilibrio, la escena es cómica y vagamente erótica. Se desliza en dirección a la orilla, pero nosotros la abandonamos antes de que la alcance. Cambiamos de continente cambiando tan solo de estudio, de un río artificial a otro, de una pequeña rama a una mucho mayor, desde donde Maureen O’Sullivan y Johnny Weissmuller se lanzan para bucear juntos, coreográficamente, durante dos oníricos minutos, él con su prescriptivo taparrabos, ella desnuda por completo, saliendo ambos a respirar un par de veces para apurar las últimas bocanadas de libertad antes de que la implantación del Código Hays haga impensable la aparición en una pantalla de tantos centímetros de piel.

Sin transición alguna son relevados por Jean Dasté y Rita Parlo: de un sueño a otro sueño, de la libertad de la jungla africana a la de los canales del Sena, por los que singla eternamente la barcaza de Michel Simon. Dasté se arroja al agua enfebrecido en busca del fantasma de su esposa, que ha abandonado la aburrida vida marinera en busca de los placeres de la ciudad; lo encuentra, en efecto, y esa imagen de una mujer flotando con su vestido de novia nos remite —caprichos de la memoria cinéfila— a la de la muerta confinada en el fondo de un lago en La noche del cazador.

Podríamos nadar entonces desde este mismo lago hasta la Laguna Negra, misteriosamente comunicados, abandonar al monstruo demasiado humano encarnado por Robert Mitchum en busca de otro bastante más ortodoxo: el entrañable reptiloide de goma que acecha a la novia del científico en aquella fantástica  película de serie B. Pero enseguida comprendemos que es mejor dejar a su aire a la bella con la bestia y seguir caminando tranquilamente por la orilla. Alcanzaremos así a divisar a Monika tomando el sol, o a Mouchette rodando tres veces por la ribera, juguetona y suicida, o a Ursula Andress, icono de Hollywood, canturreando con su bikini lustral, justo antes de que comience a caer la tarde y, cansados ya de bordear escenas, regresemos a la civilización, deslumbrados aún pero con una inexplicable sensación de derrota sobre los hombros.

Es por eso que decidimos entrar de nuevo en un cine. Aunque algo nos hace situarnos esta vez frente a la platea, dando la espalda a la pantalla. Más de un centenar de mujeres contemplan absortas una película del recientemente fallecido Abbas Kiarostami, compuesta en exclusiva por cinco largas secuencias de paisajes marinos.

Ved, parece que nos estén diciendo esas espectadoras: ha hecho falta todo un siglo para que la mujer pueda  adjudicarse el papel de voyeur: Susana se ha librado al fin de los malditos viejos. La musa venérea ha dejado de serlo y asume sin mediaciones la visión de un mar que es todos los mares. Renace de sus primordiales aguas hundiendo los ojos en ellas como una Anadiomena inversa.

 

Mirad simplemente cómo mira, pues, cómo miramos.

Apreciad cómo las olas rompen en sus pupilas desnudas.

 Observad cómo os observa.

Y nadad, por último, si os atrevéis, en su profunda mirada de nadadora.

He constatado a menudo que no somos capaces de ver lo que hay ante nosotros a menos que esté dentro de un fotograma.

A.Kiarostami