Proust y el espino blanco
Me he acordado de Proust nada más saber que acaban de florecer los espinos blancos.
Porque aunque del autor de ”A la busca del tiempo perdido” siempre se habla de la magdalena como si no hubiera otra cosa en su magnífico libro, lo que amaba y describió maravillosamente Proust fue la Naturaleza, y sobre todo la botánica, no sólo la que se da en el campo sino la que hay en los jardines, o mejor aún, por los caminos silvestres que había de una casa a la otra.
Y en cada uno de estos paseos, va viéndolo todo, nada se escapa ni a su mirada ni a su letra, y así a los espinos blancos los quiere de tal manera ya desde niño que se abraza a ellos y se estropea su sombrero y su abrigo, con gran disgusto para su madre, al despedirse de los espinos. Y así se prometió que cuando fuera mayor, no imitaría la vida insensata del resto de los hombres, y al llegar los días de primavera, incluso en París, en lugar de hacer visitas y escuchar tonterías, saldría al campo para ver los primeros espinos.
Ahora mismo están florecidos junto a los prados. A mí, todavía más que las flores en corimbo blancas, endulzando las espinas, me gustan las hojas, pues recuerdan en pequeño, con los lóbulos menos pronunciados y divididos, a las hojas de los robles. De lejos, sólo se aprecia la mancha blanca del arbusto como caído en el campo, desordenado y a la vez perfecto, aunque los jinetes les tengan manía porque al pasar a caballo junto a ellos, sus espinas quedan justo a la altura de las piernas.
Y aunque Proust escribe sólo espino blanco, su nombre también es espino albar, Crateagus monogyna, y su fruto es la majuela, que los hombres comían cuando aún vivían en las cavernas y quién sabe si cada primavera se maravillaban como Proust con el espino blanco florecido.
También dando un paseo advirtió Proust por vez primera, “la sombra redonda que los manzanos hacen en la tierra soleada”.
Este texto pertenece al Diccionario de la Naturaleza de Mónica Aceytuno. ¿Quieres participar? Lee aquí cómo aportar tu grano de arena.
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