Historias del cambio
La sed como enemigo
Proyectos de gestión del agua buscan mitigar el impacto de la escasez de lluvia en Namibia para mejorar la vida de personas como Rauna Nakahambo.
La camiseta naranja y la gorra azul de Rauna Nakahambo destacan entre la explosión de verde. Rauna avanza entre unas tomateras, ata un cordel que se ha soltado de una rama y arranca los dos tomates más rojos; luego se agacha y corta un manojo de acelgas. Tiene la frente perlada de sudor porque el techo de plástico y las paredes de red aumentan la temperatura varios grados. Pero que haga calor en el corazón de la cuenca del Cuvelai-Ethosa es normal.
Namibia es uno de los países con menos precipitaciones de África subsahariana y las regiones del norte, donde habita casi la mitad de la población, sufren constantes sequías. Sus pueblos han superado periodos críticos de escasez de lluvias una y otra vez. Son supervivientes. Por eso es casi un milagro que en un contexto tan árido Rauna pueda acceder a acelgas y tomates para comer.
“Si se trabaja duro y recibes un poco de ayuda, es posible tener un huerto como este”, dice orgullosa. En este caso, el “milagro” tiene acento namibio-germano. El proyecto Cuvewaters, de financiación alemana y coordinado por organizaciones locales, gestiona las dificultades de acceso al agua en el territorio a través de planes de recolección y almacenamiento de lluvia, sanitación de pozos y desalinización. “Se trata de sacar el mayor rendimiento posible de la poca agua de la región para mejorar la vida de la gente”, dice Isaac Karinki, ingeniero keniano especialista en recursos acuáticos; al frente de los proyectos de la organización desde hace cinco años.
Antes de despedirse para ir a cocinar, Rauna invita a una taza de cerveza tradicional templada. Nos sentamos fuera de la estructura donde crecen las plantas, a la sombra, y frente a una explanada salpicada de arbustos secos. Al fondo, al otro lado de una valla, un grupo de vacas se apelotona en un pequeño lago semi seco, apenas un charco, y sorben con ansia desde la orilla. Junto al recinto donde Rauna y un grupo de vecinas cultivan sus hortalizas y verduras, hay una suerte de piscina recubierta de un plástico negro. Ahí es donde almacenan el agua de la lluvia que luego usan para regar el huerto y dar de beber a los animales.
Se trata de sacar el mayor rendimiento de la poca agua en esta región para mejorar sus vidas.
Para Karinki, las instalaciones sólo son una pequeña parte del proyecto. La voluntad de mujeres como Rauna son el 90% de su éxito. “Si no conseguimos la colaboración de los vecinos, toda esta inversión no sirve de nada. Nosotros intentamos darles herramientas, pero ¿qué es un martillo sin una mano para usarlo?”, dice. Karinki lamenta que algunos proyectos similares se han echado a perder porque la comunidad abandona los cultivos al no ver un beneficio rápido. No les juzga. “Estamos en una zona muy humilde, donde gente sin recursos ni mucha educación, tiene que luchar para pasar cada día”, apunta. Por eso la educación es clave. Rauna le da la razón. “Antes yo no sabía plantar, ahora me han enseñado y he aprendido a hacer crecer mis propios alimentos, controlar las plagas… incluso puedo vender lo que sobra en el mercado”, dice feliz.
En otros proyectos, Cuvewaters ha instalado sistemas de almacenamiento de lluvia con una bomba accionada a pedales para que los vecinos puedan acceder al agua. “Una mujer en forma puede extraer de una gran profundidad, y en una hora o dos, hasta mil litros de agua”, asegura Karinki. Esa cantidad de líquido es vital para dar de beber al ganado y mantener con vida los huertos en un clima tan árido.
El agua de los pozos es salada, así que usamos el sol para separar la sal del agua y hacerla consumible.
Hay más formas de esquivar la sed. Karinki nos acompaña a ver una de las plantas de desalinización para proporcionar agua en zonas muy remotas que han instalado en las aldeas de Amarika y Akutsima. El viaje es largo y se pierde por caminos polvorientos sólo accesibles en todoterreno, donde la única brizna de vida son rebaños de vacas y burros pastando aquí y allá. La región tiene 300 días de sol al año.
Cuando finalmente llegamos, nos recibe Moses Sadiga, responsable de la planta, a cubierto de un techo de decenas de paneles solares. La instalación, al final de un camino de arena, parece un espejismo. “El agua de los pozos en esta región es salada, así que usamos el sol para separar la sal del agua y hacerla consumible para humanos y vacas”, explica.
Las plantas de desalinización fueron inauguradas en el año 2010, se entrenó a la comunidad para que fueran capaces de mantenerlas y se cedieron al Ministerio de Agricultura y Agua de Namibia. El problema es que la inversión se detuvo y son instalaciones caras de mantener. Aunque los paneles solares funcionan, hay algún problema con la canalización que lleva agua a la fuente. No sale ni una gota de agua desde hace una semana. Moses pide que haya una solución pronto. “Este proyecto ha significado una gran diferencia para la comunidad. No sólo tienen acceso a agua para ellos y sus animales, han descendido las enfermedades producidas por beber agua en malas condiciones. No queremos volver a sufrir”, dice.
Autor: Xavier Aldekoa. Africa Correspondent. La Vanguardia. Miembro de Muzungu, productora social e independiente. Autor de Océano África (Editorial Península).