Cuando despertó, Augusto Monterroso todavía estaba allí. Al maestro del microrrelato se le conoce, sobre todo, por el El dinosaurio, un cuento de una sola línea que ha provocado centenares de ensayos que intentan interpretar su significado.
¿Nos está hablando, el autor, de las largas y crueles dictaduras latinoamericanas? ¿Es una parábola de la raigambre que tienen ciertos relatos más o menos fundacionales? ¿O, por el contrario, es una caricatura del PRI mexicano, que se mantuvo en el poder más de seis décadas?
Ahora que la Fundación Aquae ha convocado el V Concurso de Microrrelatos Científicos, es un buen momento para acercarse al escritor que mejor dominó el género, y que dignificó su dimensión literaria, bebiendo tanto de la paradoja como del humorismo.
Augusto Monterroso, maestro de la narrativa breve
Augusto Monterroso (Tegucigalpa, 1921-Ciudad de México, 2003) es considerado uno de los maestros contemporáneos del género del relato breve en América Latina. Completamente autodidacta, Monterroso no recibió más que la educación primaria en su país natal. Se mudó a la Ciudad de México en 1944, donde vivió desde entonces. Estamos ante un escritor muy preciso, exigente, y leído que publicó su primer libro, Obras completas y otros cuentos, en 1959.
Augusto Monterroso logró lo más difícil: que sus textos parecieran algo sencillo. Pero en cada una de sus breves historias hay un complejo artefacto narrativo. En ellas, lo conciso no es más que la atomización de un recurso, su esencia. El despliegue de una estrategia ficcional para la que otros autores necesitan páginas y páginas. El guatemalteco (nació en Honduras, pero pronto abandonaría el país), además, supo utilizar todos los instrumentos del humor. Desde la ironía al sarcasmo, pasando por la parodia o la sátira.
Obras del autor
Lo cáustico de su narrativa convive, sin embargo, con un interés por la ciencia. O, como mínimo, por el enigma del funcionamiento del mundo. Buena muestra de ello son los títulos de algunos de sus libros, como Movimiento perpetuo (1972) o Los buscadores de oro (1993).
Hace pocos años, cuando se cumplía una década del fallecimiento del escritor, DeBolsillo publicó una antología (“tímida”, según reza el subtítulo) en la que puede verse ese interés por el mecanismo interno del universo. En El Paraíso imperfecto, el cuento que da nombre al volumen, el protagonista toma conciencia de que, más allá del lugar que habitamos, siempre es de vital importancia lo que seamos capaces de mirar o no. Y es que es la mirada, tan mordaz como burlona, lo que convierte a Augusto Monterroso en un ensayista de lo insólito.
En el mismo libro, podemos leer El eclipse, un texto algo más largo, en el que, apoyándose en Aristóteles, se respira una crítica a la visión occidental del conocimiento (y, por lo tanto, de la ciencia), aquella que parece creerse única propietaria del saber universal.
Augusto Monterroso también humanizará los fenómenos meteorológicos, en microrrelatos como El Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio o, de nuevo acudiendo a la filosofía griega, se preguntará, “como dice Pitágoras”, si somos extranjeros de este mundo.
La literatura como brújula
De ese extrañamiento que es vivir nace la curiosidad por la literatura y por la ciencia. El mismo Augusto Monterroso responde. Cuando vemos nuestra ciudad, nos dice, no pensamos en la piedra, el acero o el adobe del que están hechas las casas. Para producir un efecto mejor cuando queramos transmitir nuestros sentimientos o ideas, pensamos en las nubes. También en los conflictos del alma, en los sonidos de las vocales, en las palabras que combinar. Algo tan inefable que, por las misteriosas contradicciones del cosmos, puede poblar la electricidad de un solo párrafo.