En cuanto te acercas, aprecias lo azul que baja este río entre los alisos que ya verdean, con su puente de piedra al fondo, por donde dicen que pasó un rey a caballo; a los lados, minas de oro y molinos de piedra abandonados, con las lascas de pizarra del tejado brillando igual que el oro al sol, como si tuvieran por encima agua del río pulverizada, que parecía posarse sobre todas las cosas que rodean al Lor para darles aún más brillo.
Foto: Mónica F. Aceytuno. Alisos de la ribera del Lor
El sonido era algo que no te dejaba oír otra cosa, un oleaje continuo, una marejada de agua azul recién nacida, cuyo eco repetían las rocas de los barrancos por donde caían alcornoques centenarios que se inclinaban hasta mojar su tronco en el agua como si quisieran comprobar cuánto podía flotar su corcho en el río.
El cauce del Lor se ensancha y se remansa en algunos tramos, haciendo en la orilla playas de una arena grisácea y a veces tan blanca y tan fina que no te creías al verla que fuera la de un río porque además también los caminos de la ribera, donde había prímulas silvestres de un amarillo muy pálido florecidas, tenían esta arena finísima como la de una duna.
Se conoce que esta arena llegó más allá de la orilla con las crecidas, al igual que un montón de ramas rotas y de hojas todavía de otoño, mojadas y reblandecidas como cartones, que se acumulaban a los pies de los troncos de los alisos igual que en los nidos de las garzas, por las crecidas del río. Había huellas de corzo, como dos lunas, creciente y menguante enfrentadas, en esta arena clara de la orilla. Y en los tramos más torrenciales del Lor, donde ni las olas tienen tanta espuma, colgaban sin inmutarse, muy verdes, los amentos de los avellanos sobre este río azul que parecía un océano bajando al mar.
En las numerosas presas que el Lor había ido derribando una a una hasta pasar con el tiempo por encima de todas las piedras, volviéndolas redondas como un mundo, se veía el agua de un azul aún más profundo, ese azul oscuro y limpio que sólo hay en los fondos marinos más puros.
Foto: Mónica F. Aceytuno. Presa derribada por el Lor
Pero el agua es dulce y es clara como la luz del atardecer cayendo sobre las casas que quedan, algunas abandonadas, sus ventanas abiertas y su portalón al sol con la oscuridad redonda y negra, igual que un gran punto y final, del agujero de la gatera.
Foto: Mónica F. Aceytuno. Alcornoque sobre el Lor
Sin embargo, todavía se trabaja la tierra y sobre los viñedos cuyas cepas permanecen enraizadas hace siglos sobre la vega, había un hombre arando con un caballo porque por aquí no pasa el tiempo: sólo el río.
Hijo de unos agricultores, con el ruido del Lor de fondo, nació el poeta Novoneyra:
“ /Lor bramando por el valle cerrado! /”
Su llanto se mezcló con ese rugido.
Sus primeras lágrimas fueron a dar al agua azul del río Lor.
Foto de portada: Mónica F. Aceytuno. Corriente Lor
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