De la pisada en la nieve al ‘me gusta’ en Facebook

 y conEn un pequeño albergue de la costa sueca, unas treinta de personas llevan día y medio concentradas discutiendo. Los ha reunido allí la intersección entre nuevas tecnologías y la creación social de conocimiento. Ramon Sangüesa habla sobre inteligencia colectiva y su aplicación en las tecnologías de trabajo colaborativo.

La inteligencia colectiva

Sería algo relacionado, en parte, con lo que hoy llamamos “inteligencia colectiva” y en parte con las tecnologías de trabajo colaborativo que facilitarla esa inteligencia colectiva a partir de la información compartida.

Las preguntas van y vienen. Las intervenciones aportan puntos de vista desde la inteligencia artificial, la interacción humanos-máquinas, el diseño, la usabilidad, la colaboración, las diversas facetas de la epistemología, la dinámica de grupos, etc. Es un colectivo brillante, encerrado a presión en medio del bosque nevado. Algo tenían que descubrir.

Los allí presentes intuían que algo importante se les escurría entre los dedos. Había algo a punto de florecer. Algo que había merecido una generosa subvención europea. Sabían del enorme potencial de las nuevas tecnologías para el descubrimiento conjunto. Sin embargo, aunque la creatividad, decían, creciera en determinadas situaciones sociales, la tecnología de entonces apenas era capaz de replicar la inteligencia colectiva. No les era fácil modelar la capacidad humana con que captamos la importancia de una información que ha dejado otro humano, aunque sólo sea una mínima pista.

La inteligencia colectiva en las aulas

El aula es, a veces, un lugar donde eso sucede. En diverso grado, también ocurre en otros espacios colectivos: la sala de conferencias o los corros de conversadores en una plaza que, con su mera presencia, nos incitan a saber de qué se habla.

¿Qué le faltaba para ofrecer esa capacidad grupal?

Para responder a esa pregunta los investigadores que se concentraron en el hotelito sueco de Rosland Pärla analizaron las dinámicas de los Bulletin Boards, de los foros como el famoso The Well; estudiaron cómo se creaba conocimiento cuando interactuaban varias personas con los archivos documentales multimedia, entonces todavía incipientes y lo analizaron todo.

En un momento dado, la discusión y su imaginación ya no les daban para más, así que salieron a respirar el aire gélido del exterior. Mientras unos fumaban y otros charlaban de minucias o se reían de chistes de humor académico, una investigadora dejó vagar su mirada por la superficie nevada que los rodeaba. Las sombras de los árboles, en esos breves días de invierno escandinavo, se alargaban. Entre sus manchas azuladas descubrió huellas en la nieve. Cruzaban en línea recta el llano, alejándose de la casa y adentrándose en el bosque.

A la investigadora sueca, de repente, dejó de importarle quién hubiera dejado esas pisadas. Se sintió intrigada por saber qué habría en ese bosque hacia donde apuntaban las huellas. Sufrió un reflejo informacional atávico, propio de nuestra especie cazadora-recolectora. Ya dijo Umberto Eco en su día, recordando a Charles Sanders Peirce, que la ciencia de los signos, la semiótica, puede considerarse indicial: una rama partida es signo de la presa que huye.

Pero la investigadora vio más. Vio que la traza de esas pisadas instituía la nieve como un espacio social de información. Alguien había escrito con sus pisadas que había una información más allá del claro nevado y, al mismo tiempo, había convertido el claro del bosque en un espacio compartido de signos e información.

El concepto de navegación social

Así surgió el concepto de “navegación social de espacios sociales de información”. Los allí reunidos entrevieron un mundo de nuevas aplicaciones e interfaces facilitadas por “agentes inteligentes” que, a partir de nuestros intereses, de lo que nos gustara y de lo que no, permitieran dar con gemas de conocimiento que otras personas, similares en objetivos, intereses y preferencias a nosotros, habrían encontrado y usado antes.

Las tecnologías de trabajo colaborativo nos volvería a poner en contacto con ellos, a raíz de la inteligencia colaborativa. Surgiría un diálogo fructífero. La promesa de un ciberespacio donde creciera el conocimiento estaba al otro lado del bosque. La expresión ágora digital” es posible que se dijera con esperanza en más de una ocasión durante esos días intensos en la costa de Rosland.

Luego, la intuición de Kristina Höok y todos sus colaboradores sobrevivió como pudo a la cabalgata triunfal del botón “Me gusta”.