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El ecosistema se estaba derritiendo. Él era la última pieza y aquella criatura de mil ojos, mil rostros y una sola vida le agujereaba la piel, los vasos sanguíneos, el cráneo. Se dejó hacer, sin fuerzas. Pensó con ironía que algunos llamaban a aquello ángel (a sus plumas, a sus escamas, a todo lo robado). La habitación (y su vida) ya estaba casi líquida cuando aquello decidió que había tenido suficiente. Y desapareció con un suspiro del viento. Pero nada se recompuso como las otras veces que lo había presenciado, ni siquiera su pulso. Había desaparecido todo el ecosistema.