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Schliemann, Troya y la memoria del agua

14 de Febrero de 2018
A unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, a cinco kilómetros del mar Egeo, se levantó la ciudad de Troya (actual Turquía), destruida en la segunda mitad del segundo mileno antes de Cristo y descubierta siglos más tarde por el millonario prusiano Heinrich Schliemann.

Cantada por Homero en la Ilíada y en la Odisea, permaneció sepultada hasta que en 1870, después de haber vendido su próspera empresa y de haber viajado por todo el mundo, Heinrich Schliemann decidió por su cuenta y riesgo demostrar que Troya había existido realmente, mucho antes de que Homero la convirtiera en sus poemas en la ciudad más famosa de la antigüedad y diera a sus personajes una existencia heroica, de fama indeleble y una influencia ininterrumpida en las literaturas posteriores.

La búsqueda de Troya

Schliemann tenía una gran pasión por los relatos de Homero. Por ello estaba dispuesto, durante los diez años de la excavación de Troya, a vivir incomodidades sin fin y a gastar 100.000 francos anuales. Todo por demostrar que aquellos relatos tenían una base histórica. Hoy en día sus colecciones, resultado de los hallazgos en los tesoros de Troya, Micenas y Tirinto, se conservan dispersos en los museos de Europa. Es cierto que, tras su muerte, sus ayudantes corrigieron sus conclusiones, además de por otros equipos de arqueólogos alemanes y americanos. Sin embargo la gesta del descubrimiento y las polémicas que alimentó fueron obra suya.

Su llegada al valle de Troya, en la península de Tróade (provincia de la actual Çanakkale) estaba guiada por sus lecturas de la Ilíada. También ayudaron las noticias derivadas de las excavaciones anteriores del diplomático Franck Calvert, que situaba la ciudad en Bunarbashi.

El hecho de que Bunarbashi quedara demasiado alejada del mar, lo hizo dudar del emplezamiento. Eso y que los 40 manantiales del lugar no correspondieran a los dos que menciona Homero en la Ilíada. Por ello, como primera acción, decidió examinar todos los manantiales del valle de Troya.

Lo que dicen los versos de Homero de Troya

Más allá de la atalaya y del ventoso cabrahígo pasaron, cada vez más lejos de la muralla, por la senda de carretas, y llegaron a los dos manantiales, de bello caudal. Allí una pareja de fuentes brota del turbulento Escamandro: de una el agua mana tibia, y alrededor una nube de vapor asciende desde ella, como si fuera de ardiente fuego; la otra, incluso en verano, fluye parecida al granizo, a la fría nieve o al cristalino hielo formado de agua. Allí cerca sobre ellas unos anchos lavaderos bellos, de piedra, donde los resplandecientes vestidos solían lavar la esposas y las bellas hijas de los troyanos en tiempos de paz, antes de llegar los hijos de los aqueos (canto 22, 145-156). (Traducción de Jacinto Haro).

Schliemann, Troya y la memoria del agua
Foto: sitio arqueológico de Troya. Autor: UNESCO/ERI

La memoria del agua

Heinrich Schliemann examinó los manantiales, estudió los canales que podían haber desviado el curso del agua y, sobre todo, observó el comportamiento del agua en primavera y en invierno, y dedujo que el emplazamiento de la ciudad estaba situado en la colina de Hisarlik, que en turco significa “dotada de fortaleza”. Troya había de corresponder a los versos del poeta y el río que es llamado “grande” de “aguas voraginosas” y con otros epítetos.

De la destrucción de Troya las fuentes fueron el único elemento testimonial que el fuego no consumió. Las llamas no secaron el manantial, ni rompió el ciclo, ni fueron sepultadas por los sedimentos ni por las obras de los romanos. De Troya solo quedaba un testigo delator, una señal vigía, un indicio de su existencia, que eran unos versos sobre los manantiales y los lavaderos de las mujeres troyanas. Y esos versos fueron creídos y seguidos al pie de la letra por un arqueólogo inteligente que comprendió que el agua tiene memoria.

ACERCA DEL AUTOR

Júlia Benavent

Profesora titular de Filología Italiana en la Facultad de Filología, Traducción y Comunicación de la Universitat de València. Su investigación está orientada a la edición de textos medievales y del Renacimiento, en español, francés, italiano y catalán. Ha editado y dirigido la edición de las cartas del Cardenal Granvela, custodiadas en la Biblioteca Nacional de España y en la Real Biblioteca.