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La cabeza en las nubes, los pies en la Tierra

10 de Febrero de 2015
Gavin Pretor-Pinney, el fundador de la Sociedad para la Apreciación de las Nubes, aún no entiende por qué se asocian con algo negativo
A Gavin Pretor-Pinney, fundador de la Sociedad para la Apreciación de las Nubes (Cloud Appreciation Society), le cuesta entender por qué el común de los mortales de la especie autollamada Homo sapiens suele otorgar a las nubes un montón de connotaciones negativas. Y lo cierto es que esto crea un gran contraste con la gran importancia que tienen las nubes para la vida tal y como la conocemos.

Gavin Pretor-Pinney nos alerta de que a las nubes se les ha puesto el sambenito sin comerlo ni beberlo. Cuando por ejemplo se avecinan problemas, se anuncia que «hay nubes en el horizonte». Cuando uno tiene un día espeso afirma que tiene «la cabeza nublada». Si alguien está muy despistado o es poco realista, se le dice que «tiene la cabeza en las nubes» y a las personas y animales con propensión al cruce de cables se les llama popularmente «nublados».

La gente maldice las nubes cuando tapan el sol, los días grises son por antonomasia depresivos. Y, en fin, sorprendentemente, este acúmulo de millones de gotitas de agua suspendidas en la atmósfera definen lo que la mayoría considera «un día feo». Porque anuncian «el mal tiempo». Realmente incomprensible, porque sin ellas, sin las nubes, pilares del balance térmico del planeta y piezas fundamentales en el ciclo del agua, la vida, tal y como hoy la conocemos, no hubiera podido prosperar.

Pequeños cúmulos que esconden grandes capacidades

¿Saben la brutal cantidad de agua que pueden llegar a acarrear? Según explica Peggy LeMone, del Centro Nacional de Investigación Atmosférica (National Center for Atmospheric Research, NCAR), para saber cuánta agua contiene una nube es necesario estimar su densidad y su volumen. LeMone mide las nubes pasando por debajo de ellas justo cuando tienen el Sol encima, momento en que proyectan su sombra en el suelo.

Odómetro en mano, LeMone conduce su coche a lo largo de la sombra para calcular su longitud. Y, como suelen ser cúbicos, las otras dos dimensiones son fácilmente deducibles. Pongamos pues que tenemos un hermoso cúmulo que mide un kilómetro de largo, lo que es muy habitual. Y presupongamos que mide también un kilómetro de ancho y otro de alto.

Se sabe que la densidad de un cúmulo es de medio gramo de agua por metro cúbico. Por tanto, podemos afirmar que nuestra nube debe albergar unas 500 toneladas de agua. Una nada desdeñable cantidad. «Lo mismo que pesan 100 elefantes», compara LeMone.

Por suerte, mientras que un centenar de elefantes se desplomarían sobre nuestras cabezas con resultados catastróficos para todas las partes implicadas, las 500 toneladas de este cúmulo están distribuidas a lo largo de miles de millones de micro gotas repartidas en un espacio inmenso, tan diminutas que para hacer una gota de lluvia estándar harían falta algo así como un millón. Tan poco densas que flotan en el aire…hasta que se precipitan para otorgarnos su preciado don: el agua.

Es hora de apreciar las nubes

Gavin Pretor-Pinney, consciente de que a pesar de su importancia cabal, son muchísimas las personas que no saben apreciarlas en lo que valen, hizo una presentación en TED alabando las virtudes más estéticas de las nubes, alegando sus connotaciones más sugerentes. «Creo que tener la cabeza en las nubes ayuda a tener los pies en el suelo», afirma, mientras defiende que observar la naturaleza sin ninguna pantalla es ideal para el ánimo y la creatividad.

Gavin Pretor-Pinney dice que ha fundado la Sociedad para la Apreciación de las Nubes para luchar contra lo que él denomina «la banalidad del pensamiento “cielo-azul», lo que me parece muy interesante. Y es que a mí siempre me han gustado las nubes, los días grises y el «mal tiempo». De hecho, desde pequeña que sueño con tener una nube para mí sola, a la que llevaría siempre conmigo. Atada como un globo, para que no se me perdiera. Una nube protectora, mullida, repleta de lluvia, fresca y confortable en la que podría esconderme un rato o incluso desaparecer. Una nube a la que ningún «cielo azul» de éstos podría aproximarse.

Si osara acercarse a mi nube sin mi expresa licencia, tendría que enfrentarse a mi versión a capella del «Get off of my cloud». Porque, desengañémonos: soy consciente de que si pinchara la canción de los Stones, igual no me lo quitaría de encima.

ACERCA DEL AUTOR

Eva van den Berg
Redactora y editora de secciones para la edición española del National Geographic. Guionista y documentalista.