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El museo sumergido

14 de Octubre de 2016
El 17 de octubre de 2011, la artista Eva Casares visitaba en sueños una colección de obras pictóricas que hasta entonces solo habían existido en las páginas de diferentes novelas y relatos. Así lo refirió después en su diario, impresionada todavía por tan singular experiencia onírica.

«Vi el lienzo oval de Edgar Allan Poe. Vi el cuadro de la ventana y la mujer en la playa que exponía Juan Pablo Castel en El túnel de Sabato. Vi la pintura que Lily Briscoe tardó una década en completar cerca del faro inmortalizado por Virginia Woolf, y el retrato del profesor que la joven Rain Carter concluía la noche antes de volver a Francia en un libro de Iris Murdoch. No faltaban algunos de los paisajes marinos de Thomas Hudson, protagonista de una novela póstuma de Hemingway, ni varios bodegones del proustiano Elstir, además de una breve serie suya que tomaba como motivo central la iglesia de Balbec. Aire libre, el polémico almuerzo campestre que Zola hizo presentar a Claude Lantier en el Salón de los Rechazados, aparecía, desafiante, junto a un anónimo puñado de óleos mediocres. Más allá, las coloristas idealizaciones de Manette Salomon que, según los Goncourt, ejecutó a la moda oriental el desdichado Naz de Coriolis, armonizaban con unas espigas de Federico Urios, hiperestésicas como la prosa de Gabriel Miró.

»Vi el Cristo ante Pilatos que Tolstoi adjudicó a Mijailov, y su retrato de Anna Karenina. Vi los ojos del viejo que perturbaron a Andréi Petróvich Chartkov en el cuento de Gógol, y por un instante pensé que esa fatídica tela inductora de sueños habría de proporcionarme algún tipo de explicación a una pregunta todavía sin formular. Me topé con la serie de pinturas sobre oficios que Houellebecq concibió tras la máscara de Jed Martin, y a continuación con varias de las enormes composiciones abstractas de ese trasunto de Pollock al que Updike bautizó como Zack McCoy. La obra demencial e indefinible del balzaquiano Frenhofer monopolizaba una sala poco iluminada, en la que el ruido de mis pasos reverberó con crudeza. La atravesé para acceder a la siguiente, donde el cuadro de cuadros de Heinrich Kürz, El gabinete de un aficionado, comparecía rodeado por las piezas reproducidas en él. Me presté al juego de espejos propuesto por Perec, tratando de encontrar las diferencias, y constatando enseguida, casi aliviada, que era imposible averiguar cuál era la copia de cuál, si había siquiera algo parecido a un original, un solo punto de partida fiable…».

Casares abandonó los trabajos que tenía en marcha para materializar la mayoría de esas obras. Las veinticuatro creaciones resultantes conformaron la serie El museo imaginario, expuesta de forma parcial en una muestra homónima organizada por la sala Droste durante la primavera de 2015, y a cuyo catálogo pertenece el citado fragmento de su diario. Allí mismo tuve la ocasión de conocerla y de regalarle un ejemplar de mi por entonces último libro, El Claustro Rojo, un pequeño volumen de cuentos en los que recreaba diversos episodios apócrifos protagonizados por artistas plásticos de distintas épocas.

Las conexiones entre la naturaleza de sus pinturas y la de mis textos le llevó a proponerme, luego de sucesivas charlas, un proyecto conjunto sustentado en una idea tan sencilla como radical. Ella elaboraría una nueva serie de cuadros con el único objeto de que yo los convirtiera en materia literaria. Una vez renacidos sobre el papel, las obras en cuestión serían destruidas. Mis textos ocuparían en exclusiva los muros de la sala de exposición como tristes testimonios de su existencia.

La prematura muerte de la artista frustró su propósito, aunque tuvo tiempo de acabar el primero de los cuadros previstos. Llevaba por título El museo sumergido. Siguiendo sus previsiones, fui la única persona que gozó del privilegio de contemplar el fruto de ese último esfuerzo, exceptuando al notario que certificó su consecutiva desaparición entre las cuchillas de una trituradora.

El lienzo, de formato medio, representaba una sala de museo, el clásico cubo blanco, inundada en sus tres cuartas partes. En el suelo, esparcidos como pecios sobre un fondo marino, reposaban reproducciones de los cuadros que habían formado parte de El museo imaginario. Casares se había autorretratado en la parte superior, flotando boca arriba, remedando la postura de la Ofelia de Millais, la mirada vacía, la boca entreabierta, las manos  inertes y, en lugar del ramo de flores del original, varios pinceles a la deriva con sus respectivos regueros de color, eternamente a punto de converger.

ACERCA DEL AUTOR

Juan Vico
Licenciado en Comunicación Audiovisual y máster en Teoría de la Literatura. Ha colaborado con diversos medios de comunicación y ha sido redactor jefe de la revista literaria Quimera. Es autor de las novelas Hobo (La Isla de Siltolá, 2012) y El teatro de la luz (Gadir, 2013), con la que obtuvo el Premio Fundación MonteLeón. Su primer libro de relatos, El Claustro Rojo (Sloper, 2014), le valió el Premio Café 1916. Ha publicado también tres libros de poesía: Víspera de ayer (Pre-Textos, 2005), Still Life (UAB, 2011) y La balada de Molly Sinclair (Origami, 2014). Su nueva novela, Los bosques imantados, fue editada por Seix Barral en 2016.